Rosa vivía en un cuarto con una pequeña ventana que abría
cada día a las 10 am. El balcón de su departamento estaba lleno de
maceteros con flores, sin embargo, últimamente se estaban secando y muriendo.
Esa era una de las señales que alertaba a Miguel, Juan y Armando sobre la
inestabilidad de su madre. A los 86 años, si no podía cuidar de unas flores,
menos podría cuidarse a sí misma, pensaban ellos. Los hijos hablaban
constantemente sobre qué hacer con ella. Ninguno la quería acoger, pero sabían
que tenían que hacer algo pronto. Lucas, el hijo de Juan, siempre intentaba
convencer a su padre de recibirla. Nunca obtuvo una respuesta clara, excepto
cuando se le dio la tarea más importante.
A Lucas se le ordenó llevarla a un asilo ubicado en el centro de la ciudad. Él ya tenía 18 años y podía manejar el coche o pedirse un taxi para hacer el traslado. Además, los hermanos pensaron que como su madre adoraba al joven, estaría todo bien. Ellos dieron la misma excusa para no ir: trabajo. Pero cuando Lucas le preguntó a su padre por qué no lo hacían un fin de semana, éste le respondió que había que hacerlo lo antes posible. Nada más que eso. Ningún comentario sobre su estado de salud ni sobre lo que ella pensaba de la mudanza.
El joven estaba de vacaciones, así que fue en bus a la casa de su abuela. Ella lo recibió con un sándwich y un vaso de bebida. Se quedaron en la terraza y el niño vio que las flores que antes estaban secándose, habían vuelto a ponerse verdes y frescas. Les pasó la mano por los pétalos, entonces Rosa le dijo: “Las he regado ahora que me dijeron que me cambiarían de lugar. Pensé que les costaría acostumbrarse a una habitación cerrada, así que les he dado mucho para beber”. Lo dijo con tono triste y Lucas bajó la mirada. Terminó su sándwich y luego comenzó a bajar las cosas mientras su abuela se preocupaba de mantenerle abierta la puerta del ascensor para que no le estorbara.
En el taxi estuvieron callados. Rosa miraba por la ventana y Lucas alternaba su vista. Las calles, el taxímetro, su abuela: ese era el recorrido que hacían sus ojos. A medida que avanzaban, las calles se iban poniendo ruidosas y los edificios crecían en altitud. El joven pensó que a su abuela no le gustaría mucho su nueva casa. Quiso preguntárselo, pero luego entendió que eso podría herirla. No había nada qué hacer, ella haría lo que sus hijos decidieran. Una vez que llegaron al destino, Lucas se bajó rápido y llevó a su abuela adentro. Llegaron a la pieza que tenía su nombre en la puerta. Ambos se miraron y Rosa entró primero.
Ella fue hacia una ventana que había, la trató de abrir pero los engranajes estaban oxidados y Lucas tuvo que ir a ayudarla. Pusieron los adornos que llevaban y ubicaron la ropa en el clóset. La mujer dejó sus plantas a los pies de la cama. Pegó una cruz en el respaldo y se quedó largo tiempo sentada sin hablar mientras su nieto terminaba de ordenar las maletas. Cuando hubo terminado y éste se acercó para despedirse, lo besó en la mejilla y le dijo: “Ven a visitarme, eres lo único que me queda. No quiero perderte”. Lucas la miró, triste, sabía a lo que se refería. Le había quedado claro por cómo su padre le dio la orden y por la actitud de sus tíos.
Llegó a su casa de noche. A su abuela le dejó una pulsera que había comprado hace pocos meses en la playa. Tenía un diente de tiburón atado a ella y eso la sorprendió. Le dijo que era un regalo para que se acordara de él, que trataría de visitarla lo más posible y que le conseguiría un teléfono para que pudieran hablar seguido. Estaba decidido a ser su compañía constante, cumpliría su promesa para que no se sintiera sola. Tampoco le diría nada a su padre ni a sus tíos. Pensó que ellos irían entendiendo de a poco, a medida que se dieran cuenta de su ausencia. Y si no, así tendría que ser.
Lucas se percató de que había aprendido mucho en un sólo día. Dos cosas importantes en las que ponía su máximo esfuerzo por grabarse en la mente. La primera era que amaba de todo corazón a su abuela. La segunda, que lo que más deseaba en el mundo era no parecerse a su padre.
A Lucas se le ordenó llevarla a un asilo ubicado en el centro de la ciudad. Él ya tenía 18 años y podía manejar el coche o pedirse un taxi para hacer el traslado. Además, los hermanos pensaron que como su madre adoraba al joven, estaría todo bien. Ellos dieron la misma excusa para no ir: trabajo. Pero cuando Lucas le preguntó a su padre por qué no lo hacían un fin de semana, éste le respondió que había que hacerlo lo antes posible. Nada más que eso. Ningún comentario sobre su estado de salud ni sobre lo que ella pensaba de la mudanza.
El joven estaba de vacaciones, así que fue en bus a la casa de su abuela. Ella lo recibió con un sándwich y un vaso de bebida. Se quedaron en la terraza y el niño vio que las flores que antes estaban secándose, habían vuelto a ponerse verdes y frescas. Les pasó la mano por los pétalos, entonces Rosa le dijo: “Las he regado ahora que me dijeron que me cambiarían de lugar. Pensé que les costaría acostumbrarse a una habitación cerrada, así que les he dado mucho para beber”. Lo dijo con tono triste y Lucas bajó la mirada. Terminó su sándwich y luego comenzó a bajar las cosas mientras su abuela se preocupaba de mantenerle abierta la puerta del ascensor para que no le estorbara.
En el taxi estuvieron callados. Rosa miraba por la ventana y Lucas alternaba su vista. Las calles, el taxímetro, su abuela: ese era el recorrido que hacían sus ojos. A medida que avanzaban, las calles se iban poniendo ruidosas y los edificios crecían en altitud. El joven pensó que a su abuela no le gustaría mucho su nueva casa. Quiso preguntárselo, pero luego entendió que eso podría herirla. No había nada qué hacer, ella haría lo que sus hijos decidieran. Una vez que llegaron al destino, Lucas se bajó rápido y llevó a su abuela adentro. Llegaron a la pieza que tenía su nombre en la puerta. Ambos se miraron y Rosa entró primero.
Ella fue hacia una ventana que había, la trató de abrir pero los engranajes estaban oxidados y Lucas tuvo que ir a ayudarla. Pusieron los adornos que llevaban y ubicaron la ropa en el clóset. La mujer dejó sus plantas a los pies de la cama. Pegó una cruz en el respaldo y se quedó largo tiempo sentada sin hablar mientras su nieto terminaba de ordenar las maletas. Cuando hubo terminado y éste se acercó para despedirse, lo besó en la mejilla y le dijo: “Ven a visitarme, eres lo único que me queda. No quiero perderte”. Lucas la miró, triste, sabía a lo que se refería. Le había quedado claro por cómo su padre le dio la orden y por la actitud de sus tíos.
Llegó a su casa de noche. A su abuela le dejó una pulsera que había comprado hace pocos meses en la playa. Tenía un diente de tiburón atado a ella y eso la sorprendió. Le dijo que era un regalo para que se acordara de él, que trataría de visitarla lo más posible y que le conseguiría un teléfono para que pudieran hablar seguido. Estaba decidido a ser su compañía constante, cumpliría su promesa para que no se sintiera sola. Tampoco le diría nada a su padre ni a sus tíos. Pensó que ellos irían entendiendo de a poco, a medida que se dieran cuenta de su ausencia. Y si no, así tendría que ser.
Lucas se percató de que había aprendido mucho en un sólo día. Dos cosas importantes en las que ponía su máximo esfuerzo por grabarse en la mente. La primera era que amaba de todo corazón a su abuela. La segunda, que lo que más deseaba en el mundo era no parecerse a su padre.
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